ÚLTIMAS CARTAS, ¡A JUGAR! - JUEGO DE TRONOS

(aunque sea evidente decirlo, no sigas leyendo si no estás al día con la serie)

Llevo aguantando las ganas de escribir sobre la octava y última temporada de Juego de tronos un buen rato, sabedor de que la sucesión de sorpresas que se avecinaba y lo mucho que iban a influir en la configuración del tablero de juego, a punto para la última partida. Sorpresa como el desenlace la trama sobrenatural en el ecuador de la (breve) temporada, dejando patente que la serie, por si no quedó claro aún, va mucho más sobre el Juego de tronos que escogió como título (a raíz del primero de los libros) que sobre la Canción de hielo y fuego en que se configura el original literario, inacabado. La segunda ha operado como el perfecto MacGuffin en la antesala del desenlace de la primera, cuando todo parece apuntar a que en la saga literaria ocurrirá más bien al contrario (si es que al bueno de George R.R. Martin se le da por terminarla algún día de estos).

Llegados a ese punto, el electrizante y controvertido episodio de La larga noche, al que no le han parado de llover palos tanto en lo estético como en lo narrativo, tampoco era el momento para pronunciarme. Si finalmente de intrigas palaciegas y enredos va la cosa, tocaba esperar a la “posguerra” para hacerse una idea de qué nos puede deparar el desenlace televisivo más esperado de la segunda década del siglo XXI. ¡Y tanto que Los últimos Stark ha supuesto toda una declaración de intenciones en ese aspecto!

Los misterios de ultratumba han quedado definitivamente sepultados en detrimento del poder y la lujuria, pilares (codependientes) de la serie desde el principio hasta el final. El culebrón se ha comido a la fantasía y a la fastuosidad bélica en esta indiscutible referencia del género épico. El hielo y fuego puede quedar reducido a un lío de faldas, que hasta se puede dirimir en la cama, y las intrigas intrafamiliares de la familia Stark echan el resto y operan como los definitivos catalizadores (y ojo, la candidatura de Sansa al trono sigue ahí). Cersei y sus acólitos (por vocación o conveniencia) se mantienen como antagonista necesario y la deriva política de la Reina de Dragones enfila la mayor de sus contradicciones: de liberadora de pueblos a estar dispuesta a aniquilar a esos mismos a los que pretende liberar… una grandilocuencia mesiánica que ya no oculta su obsesiva ambición por sentarse en el Trono de Hierro a toda costa.

Dejar las cartas bien puestas (y marcadas) implica despejar el tablero de tramas secundarias, previsiblemente finiquitadas. De cuantos siguen vivos para contarlo, Tormund vuelve a sus orígenes con un rechazo amoroso a cuestas, Arya no dejará de ser quien es una vez conocidos los placeres de la carne, los cuales ha conocido Brienne para luego darse de bruces con la realidad de que no se puede cambiar a un crápula, mientras que el bueno (y tocado por un ángel) de Sam espera un retoño. No hay tiempo que perder con detalles que no sirvan de fundamento al gran tour de force final.

Como bien apuntaba el menor de los Lannister (en ambos sentidos) en el banquete de la victoria, “los derrotamos a ellos, pero aún tenemos que lidiar con nosotros mismos”. Con Meñique fuera de escena, no quedan mejores “tahúres” en los Siete Reinos que Varys y Tyrion, los verdaderos marionetistas tras toda esta pompa de fuego, sangre, sudor y lágrimas. Ya se oyen voces que se temen lo peor y mentan la infame última temporada de Perdidos. Quizás eso sea mear muy por fuera del tiesto, pero quedémonos de momento con un punto clave de la serie de Lindelof y Cuse: el calvo la va a liar.

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