FOTOGRAMAS: NEBRASKA (2013) de Alexander Payne

Nebraska (2013) de Alexander Payne Desde que el cine en color llegó para quedarse y logró una abrumadora hegemonía con respecto a su antecesor, el blanco y negro, cada nueva película que se presenta en escala de grises, máxime desde la explosión informática y digital a partir de los ochenta, genera en el subconsciente un cuestionamiento de raíz sobre su pertinencia: ¿a cuento de qué? ¿Realmente es necesario? Pese a toda la polifonía expresiva que la tecnología digital y multimedia ha generado, existen una serie de grandes cánones estéticos y compositivos cuya transgresión parece necesitar justificación de alguna manera.

Y eso que hablamos de una opción estética más como es el blanco y negro (de recurrente uso en fragmentos específicos de obras generalmente en color), imaginaos si encima (o por otra parte, que no tiene por qué ser coincidente) a alguien se le ocurre presentar una película muda... aunque si sale bien el experimento (algo más factible si se tiene detrás a los Weinstein) se puede arrasar con todo... más de una vez.

Ya sea por calco estético de un lenguaje diferente (Sin City), por operación nostálgica de pastiche (las arribas mencionadas o El buen alemán), por recreación de una época “sin color” (Buenas noches y buena suerte) o incluso por una declaración de intenciones estética que sea inherente al producto (Coffee & cigarrettes), el “sentido común” parece decir que dicha elección no puede ser porque sí, que debe venir motivada por algún aspecto fundamental del producto, de la propuesta, al menos dentro de lo que es el cine de industria, entendido en sentido muy amplio, y más bien referido a aspectos coyunturales que verdaderamente esenciales, nucleares.

Nebraska (2013) de Alexander Payne¿Qué pasa cuando esa motivación resulta más complicada de encontrar a primera vista? Pues que hay que tener fe y la propia película nos dirá, durante su visionado, si ese elección viene o no a cuento. Lo hizo Peter Bodganovich con La última película y lo acaba de hacer Alexander Payne con Nebraska, que en la relación causa-efecto de la elección del blanco y negro se acerca considerablemente a la primera. Aunque la premisa y el desarrollo de la misma difieran considerablemente: en el film de Bogdanovich la escala de grises era utilizada para representar la decadencia del lugar de origen visto por unos personajes jóvenes y soñadores con la esperanza de salir más temprano que tarde de ese cascarón y huir bien lejos (el plano final resulta bastante clarividente al respecto), mientras que en la de Payne, es una vida ya avanzada la que vuelve, más por casualidad que por voluntad, a unos orígenes más grisáceos de lo que se espera.

Pero al mismo tiempo, la propuesta refuerza su justificación en su condición de heredera estética y paisajística del western clásico, a través de uno de su herederos, un subgénero con tantas posibilidades como la road movie, en parajes de la América interior que bien podrían pasar por una Monument Valley actualizada. Por si fuera poca, en última instancia, tal como mencioné en la respectiva crítica, el cineasta sabe transcender la anécdota estética y construye una notable revisión de ciertos clichés semánticos del cine clásico, precisamente desde la mejor artesanía de aquella manera de hacer cine.

El principal escudero del director en esta connotación formal, hemos visto que fundamental, es el greco-alemán Phedon Papamichael, habitual de Payne (que también tiene orígenes griegos) desde Entre copas, así como de James Mangold y Jon Turteltaub, y cuenta además en su filmografía colaboraciones con Wim Wenders (The million dollar hotel, su segmento de Ten minutes older: the trumpet). Se trata de su primera nominación a un gran premio, en su mayor desafío estético hasta la fecha.

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