EL MITO SIN SOMBRA – ‘LINCOLN’, de Steven Spielberg

LINCOLN (2012) de Steven Spielberg

No es azar que Lincoln empiece en el fragor de la batalla para terminar en la asfixia de los despachos. Lo que Steven Spielberg plantea es un viaje de abajo a arriba –o viceversa, según se considere cuál es el lugar que le corresponde a cada disciplina: guerra y política–, del fango de las trincheras a las recepciones en la Casa Blanca, del cuerpo a cuerpo a las rúbricas y parlamentos. Es un trayecto retrospectivo de la práctica (la contienda) a la teoría (la Decimotercera Enmienda) para abordar el intrincado proceso que un mito intocable de la historia estadounidense, Abraham Lincoln, emprendió para terminar con la infamia de la esclavitud y todo el modelo económico que conllevaba. Por eso Lincoln no es un biopic al uso en la tradición del género. No al menos en cuanto al periodo que abarca su trama, apenas los cuatro últimos meses del mandatario, ni tampoco en el típico enfoque personalísimo, del que huye en favor del retrato de un séquito de subalternos sin los cuales la labor de Lincoln hubiese quedado incompleta. La película es más bien un meditado drama disfrazado de lección de historia sobre un periodo especialmente delicado y convulso, un acercamiento coral a la aprobación de la Decimotercera Enmienda que vendría a marcar la moral estadounidense de los próximos siglos.

Desde su comienzo, Lincoln destila vocación didáctica –que no aleccionadora– y bien podría servir como sustituto de una clase teórica sobre la abolición de la esclavitud y el fin de la Guerra de Secesión en los institutos norteamericanos. Ya en la primera secuencia, la visita del presidente a las tropas, se vislumbra que la película es demasiado consciente de su importancia, de la gravedad del material que tiene entre manos como para permitirse requiebros que cuestionen su trascendencia. Abraham Lincoln, a cargo de un sobrio Daniel Day-Lewis en las antípodas del histrionismo y la caricatura, es en el guión de Tony Kushner (quien ya trabajó para Spielberg en la comedida Munich) un presidente de moral intachable e integridad fuera de toda duda que toma las riendas de Estados Unidos en el periodo más difícil de su historia, con la nación desangrándose en una guerra fraticida y la conciencia por los derechos humanos a flor de piel. Incluso cuando el presidente pone en marcha los procedimientos más turbios, su perfil es el de un hombre transparente, sacrificado por un ideal ante cualquier medio es justificable. Un presidente con un particular sentido del humor, con una especial querencia por la anécdota en los momentos más decisivos y del que se nos brindan pinceladas de su mundo emocional. Esos escasos toques sentimentales que se aprecian vienen marcados por las relaciones con su sufrida esposa y su apasionado hijo mayor, y su carácter de ídolo popular en las recepciones con ciudadanos.

Es un intento de humanizar al personaje –constantemente subrayado por la música de John Williams– en el plano personal, pero en el terreno político, Lincoln es un estratega obligado a negociar contrapartidas, concesiones, chantajes, renuncias y demás tejemanejes para aprobar una enmienda que bajo ningún concepto puede derogarse más. Es en esa alambicada red de contactos y audiencias entre las facciones internas de los partidos, los republicanos y demócratas, los partidarios y detractores de la abolición, en definitiva, en el plúmbeo juego de despachos, pasillos y persuasiones varias donde Lincoln desafía, con sus 149 minutos, la paciencia del espectador menos versado en historia estadounidense. Mientras Kushner se acerca a la hagiografía de un presidente con vocación, pero sin claroscuros, Spielberg despliega toda una serie de atmósferas herméticas en un ejercicio de constricción que apoya un tenebroso y frío Janusz Kaminski con la fotografía y un preciso y resolutivo Michael Kahn con el montaje. Como si fuera consciente de que la épica del relato descansa únicamente en sus diálogos y parlamentos, Spielberg lo contrarresta en el plano formal con una puesta en escena impoluta, austera y sobria en la que la grandilocuencia corre a cargo de unos personajes enfrascados en la toma de importantes decisiones, siempre en espacios cerrados y de ambiente sobrecargado. Sólo en sus últimos veinte minutos la trama encauza el sendero del thriller político y respira para que el laberinto diplomático –y ese Congreso vociferante– formen un magnífico suspense en una votación final que consigue que el espectador se cuestione el consabido resultado que aparece en los libros de historia. Lo que viene después, el evidente simbolismo de la llama, el terror en el rostro del niño y el ejemplar discurso final no son más que los toques spielbergianos de la que quizá sea la película menos spielbergiana del director en años.

Ficha técnica

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