NADIE CONOCE A NADIE – HOMELAND

HOMELAND – 2ª TEMPORADA

Me dispuse, ansioso, a visionar la season finale de esta serie tan magnífica con el conocimiento de que fue renovada allá por octubre y que por tanto habría más, pero al mismo tiempo, con la convicción de que la trama central de la temporada ya había sido cerrada en el anterior episodio (apasionante sobredosis de intriga) y que el presente capítulo serviría poco más que de epílogo, con las indirectas justas, sutiles pero eficaces, sobre todos los cabos aún sueltos y lo que queda por contar en hornadas venideras. Los primeros compases del episodio, hasta incluso pasado el primer acto del mismo, no hacían más que confirmas estos tibios presagios, y hasta dejándome frío e indiferente, hasta que... los narradores se sacaron el brillante e impredecible as en la manga con el que nos introdujeron de lleno en el argumento venidero (con referencia incluida a la operación que acabó, según la historia oficial, con Osama Bin Laden).

El listón estaba altísimo de la primera temporada: desde un arranque brillante, un desarrollo sorprendente y un final de infarto, hasta los reconocimientos posteriores y el más difícil todavía: derrocar a Mad Men en los Emmy tras cuatro años de reinado incontestable y además haciéndolo por todo lo alto, valiendo sendas estatuillas para ambos protagonistas, algo que nunca fue capaz de hacer la serie de Weiner (ni un solo galardón para sus actores en cinco años). Para entonces, las expectativas, exponencialmente incrementadas, y los siempre amenazantes fantasmas del agotamiento y la repetición se convertían en los obstáculos a superar al inicio de la segunda hornada, que se sirvió de una hábil y marcada elipsis. Y ojo, que pasado el ecuador de la temporada, algunas voces ya gritaban al cielo por su peligroso acercamiento al culebrón emocional (en la propia naturaleza del relato) y la menor sutileza en los puntos de giro y avance de la trama troncal. Hasta la celebérrima Saturday Night Live procedió a mofarse de los clichés estructurales y estéticos de la serie, algo que, si bien siempre desde el humor y el respeto, esconde siempre una crítica implícita, puede que hasta inconsciente.

Pues bien, la fase final de la sophomore season ha servido para acallar las primeras voces críticas y de paso asentar la excelencia de una serie que de ninguna manera se resigna a ser flor de un día. Han afianzado los subtextos hasta ahora presentes, el del enemigo que se cuela en casa y hasta la cocina (desde el mismo piloto, ahora con doble y hasta triple giro) y la doble moral de la geopolítica (enorme el iraní Navid Negahban como Abu Nazir, máxima “figura del mal” en la primera capa significativa de la serie) unida a la podredumbre interna de los servicios de inteligencia, subyacentes al argumento central a lo largo del segundo volumen. Y además, los ha elevado a un nivel mayor de complejidad, intensidad e igualmente incredulidad, pues la omnipresente sombra de la sospecha (bien heredada de Rubicon) se viene y se va de nuestro subconsciente como el Guadiana, volando como una insignificante mariposa para luego picar como una abeja: hasta la historia de amor nuclear, en su fase más asentada, se vuelve objeto de la mayor de las dudas en los momentos de máxima tensión.

No debería, por tanto, sorprendernos nada, pero así y todo seguimos quedando boquiabiertos a cada nueva entrega, sin caer en el vicio del cliffhanger barato. Llegados a este punto, el relato se ha convertido en un intrincado juego recíproco del gato y el ratón, que emula en su esencia un western urbano en las mismísimas cloacas del Estado. Resultan clave en esto último una incorporación tan acertada como la de Peter Quinn (Rupert Friend), así como el sugerente y magnético cameo de F. Murray Abraham, con una aparición fugaz que deja con ganas de más y que todos esperamos que vuelve en algún momento.

Por otra parte, no deja de ser cierto que la serie ha coqueteado a mayores cotas con el culebrón emocional, pero no deja de ser algo demostrado como necesario y funcional para la estructura, el desarrollo y el ritmo generales, y por tanto, completamente pertinente. El cuadrángulo amoroso central ha vuelto cuando menos se esperaba y más se exigía, a la vez que se ha recuperado esa herencia de La vida de los otros característica de los primeros episodios, pero con Carrie pasando al otro lado, cual James Stewart en La ventana indiscreta. En otro orden de cosas, existe un gran enigma acerca del futuro que espera a la familia de Brody, pilar complementario de la narración, en el que han germinado las dos grandes revelaciones de la temporada: una Morena Baccarin con creciente protagonismo y peso en la trama, y una interpretación a la altura (que tomen nota en los Emmy); y una Dana Brody (Morgan Saylor) que pasa de diamante en bruto a la “vida propia” argumental y un progresiva capacidad de influencia en el devenir del relato, convirtiéndose, sin duda, en uno de los personajes adolescentes de referencia del mapa televisivo actual.

Por último, mucho ojo al inconmensurable Mandy Patinkin y su fríamente sosegado y cerebral Saul Berenson: su posición fundamental en el universo de la serie se ha ido destapando a lo largo de la temporada, y por lo que parece, o al menos así nos quieren hacer creer, su protagonismo crecerá todavía más en la tercera. Su inimitable y expresiva sonrisa culmina una secuencia con sugerentes aires místicos que sirve de broche al episodio y a la temporada, encerrando toda una implícita declaración de intenciones en lo más hondo de su semántica, a la par que sensacional guinda a una segunda hornada que nos ha sabido llevar por nuevos derroteros teniéndonos igualmente con el corazón en un puño (otra vez) en los momentos clave. Larga vida a la reina.

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