HASTA LA PRÓXIMA, CALIFORNIA. HOLA DE NUEVO, SEATTLE (Y WINTERFELL).

Se dice que el domingo el Señor descansó de la creación del universo. Quizás es por eso que se reservó las mejores series de televisión para degustarlas tranquilamente ese día, imponiéndonos de paso su agenda al resto de mortales creados a su imagen y semejanza. Hace un par de semanas comentábamos la ansiadísima vuelta de Mad men, seña y ejemplo de excelencia catódica. Y la pasada, la controvertida pero apasionante The killing y la magnificada y omnipresente Juego de tronos aterrizaban con sus sophomore seasons (las de la verdad, según ciertos iluminados) mientras que la lenguaraz, desenfrenada, trasnochada y más que nada irresistible Californication culminaba su lustro de vida dejándonos con una exultante dosis de lo que mejor maneja: el deseo, de siempre querer más y más. Ante tal avalancha de ficción dominical no quedará otra que marcarse una tercera etapa del contenedor Domingos en Serie, por primera vez en edición no veraniega. Pero antes, toca dejar algunos apuntes de dos regresos y un “hasta la próxima”.


Californication: circularidad, cliffhanger y monogamia.

La gran mayoría de los análisis coinciden en lo mismo, y a estas alturas, negarlo sería de ciegos: la rotunda redundancia cíclica por la que fluyen los cinco claros protagonistas de esta serie (no sólo su céntrico frontman y su inseparable e inerranable escudero, sino también el trío de féminas, cada vez menos contracampo y más centro ¿moral? del relato) es tan férrea e indivisible que los añadidos más eventuales o duraderos desparecen naturalmente del mapa en un momento u otro. Ya no se puede decir que sea un defecto, sino una característica intrínseca, definitoria e inseparable de la serie, que a través de la negación absoluta en el terreno de lo explícito y los continuos golpes no hace más que patentar la monogamia en un horizonte aparentemente inalcanzable pero que jamás estará de estar ahí, al igual que lo está la vuelta a Nueva York en las vidas de este quinteto recíprocamente tóxico pero dependiente.

Esta reafirmación (esperemos que definitiva) queda, no lastrada, sino eclipsada por monumental cliffhanger, recurso hasta ahora inédito en la trayectoria de la serie, al menos en este grado tan cortante e impredecible, y que, dado el título y sobre todo la onírica secuencia inicial de la season finale, hizo temer lo peor. Con la incertidumbre en su punto más alto, el resto son meras cábalas. Algunos se empeñan en mirar el innecesario estiramiento de un relato que para muchos tuvo su (no) final ideal a finales del pasado año, cerrando el círculo con los mismo Rolling que lo abrieron. Pero a mí me queda simplemente la sensación de inmortalidad de una serie que parece llevar impresa la fecha de caducidad en su frente, pero que nos causa tal adicción (paralelamente al factor erótico que copa la obra desde su mismísimo título hasta los pequeños detalles) que no podemos abandonar ni con todos los déjà vu del universo ficticio. Hasta el año que viene, Moody, Runkle y familia(s).


The killing: ¿el enemigo en casa?

Hablando de cliffhangers, el de la season finale de esta serie, uno de los estrenos más destacados del pasado año, resultó uno de los más polémicos de su especie, en una adaptación al que los más escépticos/exigentes/cenizos acusaban precisamente de abusar y malemplear este recurso tan delicado y puntiagudo. Si en ese montaje paralelo final tan característico de la criatura de Veena Sud el universo argumental (criminal) y nuestro respectivo esquema mental se ponía patas arriba, las piezas (re)dispersadas empiezan a trazar ahora un puzzle de naturaleza bien diferente al que la notable primera hornada fue construyendo.

Más que nada, porque todas las teorías conspiratorias que afectaban a esferas sociales más altas y organizadas parecen ahora venirse abajo, dejando a estas últimas como efectos colaterales, ya sea en modo de afortunada oportunismo o de malograda diana del gran tiro por la culata. Esta serie nos empezó enseñando a sospechar de todo, de todos, y con el aparente esclarecimiento de la trama nos fuimos olvidando de esto. Y por ende, nos olvidamos de ese principio no escrito que dicta que la solución, muchas veces, ha estado delante de nuestras narices todo el tiempo. Y cuando esa solución responde a semejantemente funesto interrogante, es como para echarse a temblar, ¿no?


Juego de tronos: la antesala del fuego.

El mismo eslógan con el que la serie aterrizó, con tantísima fuerza, la pasada primavera (paradójica e irónicamente), dejaría claro el mecanismo de “creación de horizonte” de la nueva niña bonita de HBO (al menos de cara a un público más masivo): el advenimiento de un evento, una serie de eventos, que pondrían en peligro el universo que aún no habíamos conocido. Pues bien, lo que de primeras se definió bajo ese concepto más abstracto, en su transfondo, de “invierno”, ahora se materializa en un mal mucho más inequívoco y sin lugar a indiferencia: la guerra. Una guerra cuyo caldo de cultivo se coció calculadamente a lo largo de un inicialmente moroso pero finalmente compacto y potente primer volumen, y ahora se mueve por las propias inercias de aquel, aunque tanto las posiciones en el tablero como las reglas del juego, si es que las hay, se encuentran en plena fase de fijación.

Quizás esto haga palidecer de nuevo al relato de un cierto espesor inicial, pero conocida la recompensa posterior en el pasado, y la seguridad de que ahora no habrá que esperar tanto para saborear el auténtico corazón de la trama, ayudan a un sucesión más fluida e in crescendo de los diferentes lances, en los que el clan Lannister destapa de manera cada vez más explícita su innata infamia y esa pequeña y tapada promesa llamada Arya Stark se va haciendo realidad. Y ojo, que Daenerys todavía no ha puesto sus cartas sobre la mesa.

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