SEMANA DE WOODY ALLEN - MATCH POINT: LA REDENCIÓN NO ES UNA OPCIÓN

MATCH POINT (2005) de Woody Allen

Tras varios años de intensa producción (una película por curso) en los que lo más destacado había sido la buena acogida general de la divertida La maldición del escorpión de jade, nada hacía presagiar que Match point fuera a convertirse en un punto de inflexión en la carrera de Woody Allen. Tampoco el propio director tenía motivos para esperar un éxito semejante, y, sin embargo, “podría decirse que es la mejor película que he hecho. Se trata de algo puramente accidental (...) Siempre intento hacer buenas películas; algunas salen y otras no. Con esta todo salió bien. Los actores, la fotografía, la historia... todo encajaba a la perfección”.

Para dar con esa perfección, Allen estableció esta vez un diálogo entre su guión y Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, novela que precisamente aparece leyendo el protagonista, Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers), poco antes de que termine de formarse el triángulo amoroso que completan la ingenua Chloe Hewett (Emily Mortimer), futura esposa, y la exuberante Nola Rice (Scarlett Johansson), futura amante. Los elementos dramáticos de la obra del escritor ruso se muestran con claridad en una media hora final en la que el cineasta neoyorquino termina de tergiversar el mensaje original y adaptarlo a algunas de las inquietudes habituales de su filmografía: el sexo, los celos, la duda, el azar... Los actos de los personajes también están pautados por una banda sonora compuesta por fragmentos de óperas, en especial cuatro arias cantados por un Enrico Caruso al que acompañan deliciosamente los sonidos hipnóticos de los antiguos gramófonos. También Londres se alza como uno de los personajes inanimados dentro la historia. Su imagen aristocrática pocas veces ha sido explotada con más acierto en la gran pantalla: Allen, además, confiere a sus monumentos y a sus enclaves más emblemáticos una distinción narrativa que, también aquí, transcurre en paralelo con la evolución del protagonista.

Chris es un joven que muchos de nosotros hemos sido o hemos querido ser alguna vez: profesor de tenis, apuesto, simpático, atento, cortés, inteligente, aficionado a la cultura, seductor,... Es irlandés y busca a toda costa entrar en los círculos más privilegiados de Londres. Su avance para lograr este propósito supone también la evolución del espacio en el que la historia se desenvuelve y se retuerce: de su apartamento en los suburbios de la clase trabajadora a la periferia; de ahí, el salto a un apartamento con vistas al Támesis y al Big Ben. El trayecto del protagonista hasta la cima social es el mismo que hunde su mirada perdida en el corazón de un espectador desengañado, sin inocencia posible ya, en un plano final para la historia. Woody Allen ofrece así, de manera brillante, uno de los destinos más trágicos y acongojantes de su trayectoria.

El escenario del reencuentro inesperado entre Chris y Nola a mitad de metraje es, al cabo, la metáfora ideal de la película, además de una referencia acertada a otras artes –de las que no carece en absoluto Midnight in Paris–. La Tate Modern Gallery, la antigua central eléctrica de Bankside, un edificio viejo y oscuro reconvertido en la vitrina de las expresiones artísticas más novedosas, es el lugar en el que la historia del deseo vuelve a arrancar, la chispa que reactiva el avance del hombre no hacia Dios y la redención, como narró Dostoyevski u otros artistas vanguardistas o iluminados, sino hacia una irremisible perdición.

Y es que Londres, por muy Londres que sea, también es –como Nueva York o París, o Chris Wilton o Nola Rice– mucho más que una cara bonita.


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