LAS MEDIAS TINTAS - 'HOLY MOTORS', de Leos Carax

HOLY MOTORS (2012) de Leos Carax

Ha pasado un tiempo prudencial desde que vi Holy Motors como para tratar de evitar a toda costa el simplista debate de "la tomas o la dejas". Encontrar una posición intermedia con el filme de Leos Carax es difícil, pero no imposible. Las medias tintas también existen incluso para películas inabarcables como esta.

Su valentía: no basta con hacer un filme experimental, también hay que saber venderlo. La idea primigenia de Holy Motors condena a la película a un circuito de arte y ensayo de espaldas al público, a un recinto museístico si se prefiere, lo cual nos plantea una interesante cuestión: ¿habría generado tanto ruido de tratarse de una instalación artística? A todas luces no, pero es su desafío al circuito comercial tradicional lo que la convierte en una rara avis visionaria con voluntad de abrir nuevas vías en el arte cinematográfico para las masas. Pero al mismo tiempo que Holy Motors carga contra el público y la profesión en un ataque kamikaze que obliga a desechar cualquier fórmula preconcebida, el cinéfilo debería preguntarse: ¿seguro que una reflexión como ésta no la hemos visto antes?

Su dinamita: su única concesión a la narrativa convencional es una romántica secuencia musical protagonizada por Kylie Minogue –cuya música, por cierto, figura en la banda sonora por partida doble– en la que por única vez en toda la película, al espectador se le facilitan unas mínimas coordenadas espacio-temporales con las que contextualizar el relato. En la emotiva entonación de Who were we?, escrita para la australiana por Neil Hannon, Holy Motors adquiere el tono desolador y sublime que lo emparenta con el melodrama, consiguiendo lo que ha intentado pero logrado tan solo a medias a lo largo del metraje precedente: homenajear a todos los géneros cinematográficos en una epopeya híbrida tan irregular como intrigante que solo se justifica "por la belleza del gesto". ¿Una obra llena de pureza o un ejercicio de estilo autoindulgente?

Su poesía: su naturaleza de episodios inconexos hilvanados por esa limusina –el único territorio franco, el hogar– que no por casualidad conduce Edith Scob, le confiere una autonomía única, atractiva e interesante que explota al máximo su fuerza visual. El pedigüeño, el actor del motion capture, el freak, el asesino, la víctima, el padre preocupado, el moribundo,... La performance infinita de su protagonista, en una master class de Denis Lavant, puede ser entendida tanto como una deconstrucción –o ausencia– de la identidad moderna, como un homenaje universal al oficio del actor. En cualquiera de los dos casos, Carax no evita adjetivos como engolado, cargante y pretencioso; pero también dignifica el arte atemporal de los experimentos de Étienne-Jules Marey como una mezcla romántico-cerebral de manejar la magia del cine pasado, presente y futuro. ¿Es éste el homenaje metacinematográfico a Chaplin, Keaton o incluso Franju que estábamos esperando?

Su inaccesibilidad: nadie está diciendo que al espectador tengan que deglutirle la imagen/ idea/símbolo en papilla, pero tampoco es necesario hacérselas tragar con espinas. Holy Motors no supone un incómodo paseo en limusina, pero tampoco es todo lo seductora que llegan a ser Mulholland Drive o Inland Empire, de David Lynch, por citar tan solo dos ejemplos en cuyo espejo se mira. Este criptograma nada complaciente no viene a exigir un esfuerzo mental al espectador, tan solo le pide que se deje llevar por los efectos, unas veces narcóticos, otras psicodélicos, de sus imágenes bizarras, dementes, oníricas, viscerales, surrealistas e incluso vanguardistas. En conclusión, Holy Motors es indescifrable y atractiva hasta un nivel cómicamente rocambolesco –los coches fantásticos, la broma simiesca final–, pero está lejos de ser la obra definitiva sobre lo subyugante y abrumador.

Ficha técnica

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