EN LA SALUD Y EN LA ENFERMEDAD – ‘AMOR’, de Michael Haneke

AMOR – Amour (2012) de Michael Haneke

Que fácil se asiente a los votos matrimoniales, pero que poco se piensa no su auténtico significado y en la trascendencia que van a acabar teniendo inevitablemente esas palabras en un momento u otro de la trayectoria conyugal. Puede que esta fuese la premisa a partir de la cual Michael Haneke, quizás el cineasta europeo más relevante de las dos últimas décadas, empezó a tejer esta desasosegante pero, por más que pueda pesar, profundamente reveladora historia de amor, que le sirvió el pasado mayo para llevarse su ya segunda Palma de Oro de Cannes, sólo tres años más tarde de haberla conseguido con la excelsa La cinta blanca, y colarse el pasado jueves, contra pronóstico, entre las nominadas en la mayoría de las categorías de peso de los Oscar, incluida la de Mejor Película, compitiendo cara a cara con la propia industria anglosajona.

Algo que, leyendo la sinopsis comercial, podría parecer una consecuencia lógica, dado el cóctel temático que ofrece la historia (amor, vejez y enfermedad), tradicionalmente muy del gusto de los académicos, pero que en realidad, tanto formal y estilística como, sobre todo, significativamente, la esencia final del film non podría estar más alejada de los cánones del gran hipertexto hollywoodiense. El relato se sitúa situado exactamente en las antípodas de todo lo que nos pueda sugerir, tradicional y no tan tradicionalmente, en primera, segunda y hasta tercera instancia, la palabra que le da título (y máxime en su versión original, en francés) y lo que de esta se ha venido reflejando históricamente en códigos cinematográficos.

Haneke lleva su propio estilo, muy definido desde hace tiempo y por ello ampliamente reconocido, hasta sus últimas consecuencias, con un planteamiento argumental que se presta a tal menester. Una cadencia narrativa más desnuda que nunca (incluso más que en su anterior película, ejemplo de intriga escueta y latente), y progresivamente desalentadora y claustrofóbica (arriesgadísima pero necesaria y eficaz la localización única), rozando por momentos la exasperación y hasta el tedio, sirve para llegar al tercer acto, con un pulso que non deja huellas en la trama, y ahí clavarnos de lleno una estaca en el corazón, o dondequiera que se halle el centro neurálgico de procesamiento de la percepción, la empatía y las emociones. La narración parece seguir ese patrón que empleaba el propio Muhammad Ali para definir su legendario estilo de boxeo: vuela coma una mariposa, pica como una abeja.

Incluso su habitual tendencia a no emplear música extradiegética adquiere aquí su dimensión más radical, al dibujarnos a una pareja protagonista de profesores de música retirados y empezando su relato cronológico con una secuencia inicial (la única fuera de esa localización única), posterior al anticipatorio prólogo, en un recital de piano de un exitoso ex-alumno, en el que, de nuevo, el director muestra uno de sus planos favoritos, que en La cinta blanca adquiría su máximo grado de expresión y relevancia, en una ocasión idónea para ello: un estático y reposado enfoque de una masa de público, en este caso el del auditorio en el que tiene lugar el mencionado recital, situándonos a los espectadores externos en el estado mental que nos toca: el de voyeurs (como la infame protagonista de La pianista), el de contempladores de una realidad creada (o no) que nos desgarrará pero ante la que no podremos hacer nada aunque así lo quisiéramos, reforzando ese carácter de simulacro inherente al arte cinematográfico.

Ese prólogo inicial, anticipatorio, con el que el relato se acaba uniendo pero sólo de manera implícita, supone, más allá de ulteriores interpretaciones, una auténtica declaración de intenciones sobre el reflejo del propio autor en el subtexto de la película. La jubilación, el respeto progresivamente mayor que produce el tocar el piano, la progresiva desconfianza con la nueva generación (representada por el personaje de la hija y su marido), la admiración sincera pero impotente al alumno aventajado (una lección de diálogo, por cierto), y sobre todo, la pesadilla de la inseguridad, la entrada de simbólicos elementos extraños, y en definitiva, el horror espacial en el que acaba evolucionando la cotidianidad, el candor y la costumbre del hogar, silencioso y vacío, no expresan sino los temores más profundos de un cineasta de avanzada edad (70) que se encuentra recibiendo sus mayores reconocimientos en este momento de su vida. Su particular historia de amor con el cine, entendida en sentido amplio y en los términos que marca esta película. Como tal, da para pensar, y mucho.

El relato no necesita ni requiere redención alguna, ya que logra sacar a relucir el verdadero significado del concepto de amor, fuera de connotaciones líricas y románticas, lejos de Nerudas, Sinatras y Gainsbourgs, de Love Stories y Casablancas. Ese simbolismo y onirismo que aparece en momentos puntuales (y significativos) de la película, bailando entre lo tétrico y lo místico, non responde, por ende, a ninguna intención redentora, sino a una suerte de expresión abstracta de la conciencia del protagonista activo, un soberbio Jean-Louis Trintignant que soporta en sus hombros el devenir de la narración, pese a que los reconocimientos críticos y académicos estén cayendo más del lado de su complementaria partenaire, la contenida Emmanuelle Riva, (protagonista, a su vez, de otra historia de amor bien diferente, más acorde con los avatares clásicos del cine romántico, la legendaria Hiroshima, mon amour). Y finalmente, todo ello sirve, asimismo, a una resolución implícita de ese círculo que es el amor en el marco de una vida entera. Amar es inevitable, pero jamás se ha dicho que sea fácil, ni mucho menos agradable.

Ficha técnica

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