MÁS ALLÁ DEL DEBER – ‘LOS MERCENARIOS 2′, de Simon West

LOS MERCENARIOS 2 – The Expendables 2 (2012) de Simon West

"¿Cuándo dejamos de identificarnos con el hombre del lanzallamas?", preguntaba en modo retórico, sin esperar respuesta, el mayor filósofo occidental contemporáneo, Homer Simpson, tras el fracasado intento, junto a un ficcionalizado Mel Gibson, de relanzar el cine de acción clásico en una época avasallada por los edulcorados sentimientos de los dramas de sobremesa en su versión deluxe. Un relanzamiento que, muchos años después, conseguiría en la vida real, y no pocas mofas a las espaldas, un Sylvester Stallone capaz de reunir, a sus sesenta y pico años, a no todos, pero sí muchos, de los grandes actores-personaje del cine de acción de ayer y de hoy, recuperando la esencia hiperbólica y socarrona de un género cuyos elementos de base la era digital sometió sin piedad a la caótica y malograda plasticidad de la infografía, quitándole ese brillo innato capaz de convertir en producto de culto hasta al guión más simplón con la realización más plana.

Incansable como su legendario Rocky Balboa, y firme como su anabolizado y lisérgico John Rambo, no se conformó con el éxito en taquilla y culto de esa gran reunión que tantos espectadores (primordialmente masculinos) soñamos durante mucho tiempo, aunque fuese en forma de videojuego, y anunció una trilogía que tendría como fin despojar a la primera entrega del doble filo de lo anecdótico, no dejando de ser, al mismo tiempo, una declaración de intenciones: no es que todas estas viejas glorias hayan vuelto para quedarse, es que realmente nunca se han ido. En este sentido, y llevando al extremo su dimensión más puramente referencial y mitológica, si en la primera película, la esperadísima entrada de Arnold Schwarzenegger, en un contexto inmejorable tras años de ausencia debido a su carrera política, destilaba una aureola de magia fílmica que incluso rebasaba, como momento de oro, a legendarias apariciones, concienzudamente calculadas y anticipadas, como la de Rita Hayworth en Gilda o, sobre todo, la de Orson Welles en El tercer hombre, en esta segunda entrega se vuelven a superar con la entrada, cual elefante en una cacharrería pero con la etérea suspensión que se merece, de la que probablemente sea la figura más parodiada, hasta la saciedad, de la cultura popular contemporánea: un Chuck Norris que, lejos de ofenderse, se embute de esta hipertrofiada mitología freak para ofrecernos momentos de risa sin anestesia que inundarán de carcajadas en el espacio en el que os encontréis disfrutando de este canto a la espectacularidad pirotécnica más desatada y despreocupada.

Pero Stallone es finalmente en tío serio, en última instancia, y sabe como nadie que una caricatura, sin un mínimo de alma, no puede sobrevivir a la erosión del tiempo y la volatilidad de la memoria visual. Retomo entonces la frase con la que inauguré esta reseña para darle una segunda dimensión, más profunda, y relacionada al mismo tiempo, pero en un mayor nivel significativo, con los propios códigos y estigmas de un género que, cuando quiere, se permite ser mucho más que una deformación y degeneración de otro gran género, tan respetado y aclamado, como es el western, del que, por cierto, esta segunda entrega bebe considerablemente, tanto en fondo como en forma (porque la caricatura no es otra cosa que una revisión simplona de la forma). Ya en la original sonsacaba ese subtexto de compadreo y compañerismo (pilar de ese subgénero que son las buddy movies), de una serie de personajes a los que presenta inicialmente como máquinas de matar sin escrúpulos, para convertirlo luego en un verdadero canto a la amistad, a la lealtad y al apoyo mutuo, con el avance de los años. Ahora pasa a la siguiente fase y nos demuestra, cual mago de las paradojas, que nada mejor que un tipo de cine en el que las muertes de efectivos enemigos se suceden como moscas, sin mayores miramientos, para darle una relevancia tan crucial en el desarrollo argumental a la muerte de uno, sólo uno, del propio bando; y ya a un nivel más interno y autorreferencial, que nadie mejor que unos mercenarios para dejar de lado el encargo de turno, y con ello, la obligación, la profesionalidad y el deber, para sacrificarlo todo por la honra de aquellos que se han ido cuando hacían su trabajo.

Una reflexión, esta última, que quedará probablemente recluida en los posos de la saga, sepultada bajo imágenes-hito de la cultura popular como aquellas en las que la Santísima Trinidad del Cine de Acción (Stallone, Schwarzenegger y Bruce Willis) combaten por primera vez juntos (con el fuego amigo de Norris), tras haberse reunido brevemente en la primera entrega (precisa e irónicamente en una iglesia); o ese enfrentamiento a muerte, por tantos ansiado, entre Stallone y Van Damme, a la acción lo que Wayne e Eastwood al western; o todos esos chascarrillos, gags, parodias, autoparodias y demás juegos metalingüísticos. Porque esto, señores, no es una película a la que nos hemos acercado para salir de la sala diciendo que hemos visto una las grandes joyas del Séptimo Arte, sino para decir, cuando la revisitemos una y otra vez en el futuro, en sesión maratoniana, con la pandilla de colegas, que pudimos ver semejante obra de culto en el cine en su momento. Porque todos tenemos un expendable dentro de nosotros.

Llegados los créditos, lo único en lo que me pongo a pensar es en todos aquellos (cada vez menos) que quedan por unirse al festín en el que promete ser, ahora sí, el enfrentamiento definitivo. Personalmente suspiro por Bud Spencer, Hulk Hogan, Mr. T, Jackie Chan, Sammo Hung, Tony Jaa, Ric Flair, Kurt Russell... Milla Jovovich (también, ¿por qué no?)... puestos a soñar, pues a pedir de boca.

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