DEL CULTO A LA INDUSTRIA – ‘TRON: LEGACY’, de Joseph Kosinski

TRON: LEGACY (2010) de Joseph Kosinski

por Gonzalo Suárez López

Cualquier amante del cine sabe o ha de saber que las producciones cinematográficas estadounidense y europea tienen una diferencia de base discernible desde su propia nomenclatura. La entertainment industry deja claro que el objetivo de una película adscrita a esta industria del entretenimiento contrasta con el de una producción de la film industry, la industria del cine tal y como se conoce en Europa.

Estos pilares de la creación cinematográfica permiten, no obstante, saltos, regates, transfusiones, transplantes y todo tipo de acciones atléticas y operaciones quirúrgicas entre una y otra visión del cine: Slumdog Millionaire, Torrente, Memento, Tigre y Dragón, Quentin Tarantino, Michael Moore, Alejandro Amenábar y –más recientemente– Florian Henckel-Donnersmarck. Los ejemplos son numerosísimos pero las tendencias son más poderosas: las carteleras de complejos multicine, por un lado, y de exhibidoras independientes, por otro, dan cuenta de ello: en la primera abundan los productos de entretenimiento. En la segunda, los productos artísticos.

Ni los primeros son basura ni los segundos la panacea. Toy Story 3 llega mejor al alma del espectador que El ilusionista, de Sylvain Chomet, pero en esencia cada una de ellas se enmarca en la tendencia descrita anteriormente. Pixar, al fin y al cabo, es la quintaesencia del cine de entretenimiento de calidad: sus obras son productos cinematográficos con todos los ingredientes para seducir al gran público combinados de forma cada vez más atractiva y armónica. Uno se siente manipulado a nivel emocional por los diez primeros minutos de Up o por ver cómo Andy vuelve a jugar con los juguetes que casi había olvidado. Su capacidad creativa y realizadora es fabulosa, pero basta comparar su línea de producción con grandes iconos del cine de autor europeo como Lars von Trier o Pedro Almodóvar para apreciar la realidad de su verdadero propósito y no mezclar churros con merinas.

Fotograma de 'Tron' (1982), de Steven Lisberger

Tron: el legado persigue el mismo fin. Valorar esta película, este producto, con la misma perspectiva con que se valora su antecesora es ignorar que el vínculo que las une se basa en poco más que el título, la estética y un medio argumentativo común. Entre los directores Steven Lisberger y Joseph Kosinski existe un ancho universo poblado por una serie de películas de ficción especulativa made in Hollywood que, de hecho, arrebatan la originalidad de casi todas las ideas sobre las que se fundamentan el –deficiente– guión y la –espléndida– estética audiovisual del nuevo Tron. Alargada es la sombra que Terminator –sobre todo la tercera entrega– y Yo, robot proyectan sobre el propósito final de C.L.U.; el retrato de los I.S.O., a su vez, ya lo anticipó, por ejemplo, Avatar. Aún así, son Star Wars y Matrix los dos polos que magnetizan el cariz de casi todos los aspectos audiovisuales y argumentativos de la trama –dos obras, por cierto, nacidas de una idea original e independiente y esclavizadas por la política destructiva del mainstream y el consumo–. Su influencia es tan palpable que resulta escandalosa y da qué pensar sobre la creatividad de los chicos de Disney –a la que pertenece Pixar, no lo olvidemos–. La estrategia de marca, por otra parte, gira en torno a iniciativas ya existentes: la continuación de la historia a través de los videojuegos ya fue aplicada cuando concluyó la trilogía de los hermanos Wachowski.

En fin, ¿qué nos queda por ver en la gran pantalla? Precisamente eso: una película de entretenimiento; y, en este sentido, Tron: el legado cumple con su objetivo: en medio de una realidad virtual oscura y nublada en la que programas de cara pálida celebran con fuegos artificiales la llegada de gladiadores futuristas y programas de razas y profesión variopintas quedan en un ático para emborracharse y ligar, la lucha de motos (esta vez la tecnología sí permitió el diseño de motos descapotables) y los combates de naves, espadas láser, discos-boomerang y cuerpo a cuerpo son un buen espectáculo. La elección de Daft Punk para la banda sonora es acertada, aunque su labor no es más que solvente en su imitación del estilo más reciente de James Newton Howard y Hans Zimmer y decepcionará a aquellos que fueron seducidos por el largo videoclip manga que es Interstella 5555. La doble interpretación de Jeff Bridges a través de su alter-ego digitalizado para hacerle rejuvenecer casi tres décadas también es convincente. Sin embargo, lo que debería ser el núcleo de la cuestión, esto es, la línea argumental, carece de lógica y rigor, y cualquiera de las precedesoras de Tron: el legado –entre las que no figura, en opinión de quien escribe, el Tron original– ofrece mayores solidez y sentido común a las raquíticas historias que desarrollan últimamente los estudios hollywoodienses.

Que nadie busque, por tanto, más allá del salvapantallas tecnológico la inteligente propuesta informática de la cinta de Lisberger: si alguna puerta quedó abierta en 1982, Disney no la ha cruzado en 2010. Que nadie busque tampoco entresijos de un reino virtual como en La red social, o cambios del comportamiento humano por la influencia de la realidad virtual como en R U There o Chatroom.

Hay que entenderlo: Tron es ahora un producto, no una obra, y gustará o no gustará en función de lo que el espectador busque a la hora de ir a ver una película.

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